Pasado el tiempo, ante la peor decepción de la vida de mis años mozos, mi adicción pasó a más, es decir, de fumarme tres o cuatro cigarrillos de vez en cuando, se acrecentó a diez diarios, al presentarse ante mi espejo una verdad cruenta y vil:
“Eres tan fea María, que por eso te dejaron por otra”, o séase que mi adicción ya no sólo se escudaba en el factor “curiosidad o en el no pasa nada mis padres lo hacen también” sino en un complejo de inferioridad, tan complejo como mi “cordura” actual, que me llevó a aferrarme a “algo” que me diera (según yo) más seguridad.
Entonces comencé a contarme un cuento (ese mismo que muchos jóvenes se cuentan también): “un cigarro, te hará más interesante y todos te van a voltear a ver” y como me diera resultado, entonces ese pequeñín enemigo, pasó a ser mi pasaporte de seguridad ante los jóvenes apuestos, aunque yo siguiera sintiéndome tan fea como la bruja Cacle, cacle de La pequeña Lulú…
Mientras continuaba fregando trastes recordé también que ya enterados mis padres que mis hermanos y yo fumábamos, quedaba estrictamente prohibido hacerlo delante de los mayores porque era una falta de respeto…entonces me pregunté, viendo las gotas del agua resbalar por el vaso que revisaba a contra luz para cerciorarme que hubiera quedado perfectamente limpio…
Y ¿dónde rayos no escuché o no aprendí que fumar era más falta de respeto hacia mí misma?...
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